Monday 23 October 2017

Julia

Salida de la nada, pintaba paisajes durante el día para meterse en ellos cada noche. Era su vida. Su alimento y su distracción. Su razón de existencia.
Un día de agosto pintó un paraíso que la cegó de tal forma que no pudo después dejar de mirarlo en toda la noche, ni tampoco en las siguientes…
Primero fue sólo una especie de admiración especial, una fascinación verdaderamente extraordinaria. Pero luego la fuerza de atracción fue aumentando, y pasó a convertirse en una verdadera obsesión, hasta el punto de no poder olvidarlo en ningún momento.
Ocurrió que, de pronto, cuando se encontraba tranquilamente una noche en un bar, sintió una sacudida. Se preguntó qué podría ser, pero, antes de que le diese tiempo a discurrir una respuesta, allí estaban, frente a sus ojos, aquellas siluetas oscuras en un atardecer costero tropical.
La imagen flotaba inexplicablemente en el aire sin otro soporte que el humo del local mezclado con la música de fondo. Sonaba entonces Eric Clapton  en los altavoces de aquel viejo antro.
El aparente paisaje fue creciendo en tamaño y realismo a cada segundo que pasaba, y pronto le pareció que se había plantado allí sin más.
Entre la confusión de la juerga y que llevaba varias copas de más, le pareció normal el hecho de que su propia pintura hubiese decidido acompañarla en su salida aquella noche.
Pero pronto comenzó a sentir la fuerza otra vez.
El lugar le llamaba. No la dejaba salir de su propio mundo, un mundo que ella misma había creado.
Incluso podía oír el sonido de las olas rompiendo suavemente en la arena de la playa, mezclado con el vago sonido del disco del bar; llegó a sentir la brisa que le revolvía el pelo a la muchacha solitaria de allá, suya silueta se recortaba contra el enorme sol poniente. La imagen le atrapaba. No podía ser otra cosa. Pero el extraño fenómeno despertó su curiosidad, y decidió ir más allá.
“Si este es mi cuadro, supongo que podré investigarlo a fondo”. Y dicho esto, fue a dar una vuelta por los alrededores.
Primero quiso acercarse a la palmera más próxima, aquella que tanto tiempo le había llevado pintar, pues constantemente las hojas se le iban prácticamente de las manos. Pocas personas saben lo difícil que es conseguir que una palmera de polvo pigmentado se asemeje a lo que quiere ser.
Allí, bajo la palmera indibujable, la solitaria muchacha protagonista de la escena contemplaba, pensativa, la puesta de sol.
Y Julia se preguntó por primera vez quién sería. La había creado ella, cierto, pero tenía necesariamente que ser alguien, ¿no? ¿Quién era, entonces?
Se le antojó que podría ser una amiga, así que se acercó, y a cada paso el magnetismo aumentaba. Se la comía. Pronto no podría salir del cuadro… ¿o ya no podía? Aquello ya no importaba. Se había apoderado de ella el deseo de recorrerlo, y no tuvo en cuenta que el mundo que hay tras el cuadro es mucho más de lo que éste muestra…
Cuando llegó junto a la muchacha, se dio cuenta de que el rostro le resultaba, de algún modo, conocido, pero no consiguió situarlo dentro de su mente. Le saludó, pero ella no le oía. Simplemente, Julia “no existía” allí. Y la prueba más definitiva era que sus pies se hundían en la arena sin tan siquiera tocarla ni moverla, y que la palmera que tenía al lado era, así mismo, traspasable. ¿Cómo podía, entonces, “estar allí”, si “no existía”?
De pronto, le sobrevino una angustia. No existía, y además no sabía cómo salir de allí. Atrapada en su propia fantasía. O en su propia realidad, según se mire. ¿Qué pasaba si aquello era la realidad, y el “mundo” era sólo un cuadro? Nada podía probar lo contrario, y menos ahora que ella estaba allí viéndolo todo.
El mar de allá al fondo seguía enviando pequeñas y calmadas olas hacia la orilla, y el sonido se asemejaba a una voz que dijese: “Julia, Julia…”
Entró en el juego que su propia obra le proponía, y se acercó al mar. Éste era cálido y agradable, y le dieron ganas de quedarse allí el resto del tiempo. Pero éste parecía no existir, pues un rato después se dio cuenta de que ni la muchacha, ni la marea, ni el sol, habían cambiado. Allí debía de existir el movimiento y la vida, pero no esa cuarta dimensión llamada tiempo.
¿Vida sin tiempo? Lo pensó unos instantes, y llegó a la conclusión de que lo que allí había no podía ser vida. Por tanto, la jovencita que miraba la puesta de sol no estaba viva. Se movía, pero no vivía. No existía.
El sol permanecía allí, semiescondido en la línea del horizonte, sin subir ni bajar.
Entonces le entró el pánico. Ella tampoco podía, entonces, cambiar. Claro, podía moverse por el entorno si quería, pero el caso es que había algo en ella que se lo impedía. ¿O venía de fuera?
Perdida.
Atrapada en un mundo que ella misma había dibujado.
Allí estaba, metida en el mar hasta la cintura, de espaldas a quien viese la escena, mirando también al eterno sol poniente.
Y en ese momento, no se sabe cuál, pues en el cuadro no existía el tiempo, un adinerado joven aficionado al arte, contemplaba una pintura en una sala de exposiciones.  Representaba a una joven bajo una palmera, viendo una espectacular puesta de sol.
Con gesto interesado y mirada crítica, se acercó a la obra, al divisar allá al fondo, casi imperceptible a simple vista, a otra mujer, también de espaldas y a contraluz, pero metida en el mar.
Había algo en aquel cuadro que le atraía, a pesar de que era una simple pintura de hacía más de treinta años y anónima; de alguna manera, le pareció que viéndola estaba conociendo al artista. ¿O sería LA artista?
Para su mala fortuna, el cuadro no estaba en venta.
Aquella noche, dicho sujeto se encontraba en la azotea de su casa tomando el fresco aire de primavera, cuando de pronto recordó  la imagen que tanto le había fascinado en la exposición.
Después de un rato, descubrió que no podía dejar de pensar en ello,  y aquello le atormentaba tanto que empezó a ver luces alrededor, hasta convertirse todo en el cuadro, que le rodeaba.
Cerró los ojos, y abajo en la calle (o eso creyó él) se oyó una voz misteriosa, no se distinguía si era masculina o femenina,  que decía: “¡Julia…!”


Nieve  Andrea – 7 de septiembre 2003

(Publicado en el número 18 de Una Vez en Pamplona, diciembre 2004)


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