Cuenta la leyenda
que, a la hora de crearlos y nombrarlos, los números no quisieron ser motivo de
malestar para el pueblo humano. Por ejemplo, en el Antiguo Idioma sin nombres
ni palabras, los hombres tenían pudor para hablar de su edad, de modo que los
números quedaban a menudo fuera del ámbito cotidiano. El Idioma Castellano, por
el orden y buen comportamiento de aquel larguísimo colectivo, quiso premiarlos
y les prometió no relacionarlos nunca con aquella gran desgracia de la Humanidad : sentirse
VIEJO. Pero he aquí que la promesa era un gran reto para Castellano; es muy
difícil hablar de tener cien años y no pensar que uno es VIEJO. El Idioma
meditó largas horas sobre el problema: podía apartar a los primeros números de
la vejez con facilidad, pero… ¿cómo desvincular de ella al sesenta y siete, al
setenta y nueve, y qué decir del noventa y dos? El desafío comenzaba a tomar
dimensiones inabarcables… ¿y el ciento tres? Conforme más avanzaba buscando,
más difícil resultaba hallarle respuesta a aquel problema.
Hasta que, de
pronto, alguien dijo: “VIEJJJJJJO”, delante de Castellano. El Idioma, molesto
por los rasguños que aquella hiriente “J” de “VIEJO” le había provocado, supuso
que sería aquello lo que sacaba de quicio a un hombre al sentirse VIEJO, y
decidió que no incluiría ese duro espolón en el nombre de ninguno de los
números. Supo que, con eso, ya les quitaba, incluso a los que denotaban cierta
senectud en el ser humano, ese sabor rancio de lo VIEJO. Así pues, decidió bautizar
a cada número, pero siempre cuidando de que aquella “J” de VIEJO no estuviese
presente.
Esto bien lo
olvidaron los hombres de hoy, y por eso aún temen que el nombre de su edad les
raspe como si dijesen VIEJO.
Nieve Andrea, 28 agosto 2005
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