Salida de la nada, pintaba
paisajes durante el día para meterse en ellos cada noche. Era su vida. Su
alimento y su distracción. Su razón de existencia.
Un día de agosto pintó un
paraíso que la cegó de tal forma que no pudo después dejar de mirarlo en toda
la noche, ni tampoco en las siguientes…
Primero fue sólo una especie
de admiración especial, una fascinación verdaderamente extraordinaria. Pero
luego la fuerza de atracción fue aumentando, y pasó a convertirse en una
verdadera obsesión, hasta el punto de no poder olvidarlo en ningún momento.
Ocurrió que, de pronto,
cuando se encontraba tranquilamente una noche en un bar, sintió una sacudida.
Se preguntó qué podría ser, pero, antes de que le diese tiempo a discurrir una
respuesta, allí estaban, frente a sus ojos, aquellas siluetas oscuras en un
atardecer costero tropical.
La imagen flotaba
inexplicablemente en el aire sin otro soporte que el humo del local mezclado
con la música de fondo. Sonaba entonces Eric Clapton en los altavoces de aquel viejo antro.
El aparente paisaje fue
creciendo en tamaño y realismo a cada segundo que pasaba, y pronto le pareció
que se había plantado allí sin más.
Entre la confusión de la
juerga y que llevaba varias copas de más, le pareció normal el hecho de que su
propia pintura hubiese decidido acompañarla en su salida aquella noche.
Pero pronto comenzó a sentir
la fuerza otra vez.
El lugar le llamaba. No la
dejaba salir de su propio mundo, un mundo que ella misma había creado.
Incluso podía oír el sonido
de las olas rompiendo suavemente en la arena de la playa, mezclado con el vago
sonido del disco del bar; llegó a sentir la brisa que le revolvía el pelo a la
muchacha solitaria de allá, suya silueta se recortaba contra el enorme sol
poniente. La imagen le atrapaba. No podía ser otra cosa. Pero el extraño
fenómeno despertó su curiosidad, y decidió ir más allá.
“Si este es mi cuadro,
supongo que podré investigarlo a fondo”. Y dicho esto, fue a dar una vuelta por
los alrededores.
Primero quiso acercarse a la
palmera más próxima, aquella que tanto tiempo le había llevado pintar, pues
constantemente las hojas se le iban prácticamente de las manos. Pocas personas
saben lo difícil que es conseguir que una palmera de polvo pigmentado se asemeje
a lo que quiere ser.
Allí, bajo la palmera
indibujable, la solitaria muchacha protagonista de la escena contemplaba,
pensativa, la puesta de sol.
Y Julia se preguntó por
primera vez quién sería. La había creado ella, cierto, pero tenía
necesariamente que ser alguien, ¿no? ¿Quién era, entonces?
Se le antojó que podría ser
una amiga, así que se acercó, y a cada paso el magnetismo aumentaba. Se la
comía. Pronto no podría salir del cuadro… ¿o ya no podía? Aquello ya no
importaba. Se había apoderado de ella el deseo de recorrerlo, y no tuvo en cuenta
que el mundo que hay tras el cuadro es mucho más de lo que éste muestra…
Cuando llegó junto a la
muchacha, se dio cuenta de que el rostro le resultaba, de algún modo, conocido,
pero no consiguió situarlo dentro de su mente. Le saludó, pero ella no le oía.
Simplemente, Julia “no existía” allí. Y la prueba más definitiva era que sus
pies se hundían en la arena sin tan siquiera tocarla ni moverla, y que la
palmera que tenía al lado era, así mismo, traspasable. ¿Cómo podía, entonces,
“estar allí”, si “no existía”?
De pronto, le sobrevino una
angustia. No existía, y además no sabía cómo salir de allí. Atrapada en su
propia fantasía. O en su propia realidad, según se mire. ¿Qué pasaba si aquello
era la realidad, y el “mundo” era sólo un cuadro? Nada podía probar lo
contrario, y menos ahora que ella estaba allí viéndolo todo.
El mar de allá al fondo
seguía enviando pequeñas y calmadas olas hacia la orilla, y el sonido se
asemejaba a una voz que dijese: “Julia, Julia…”
Entró en el juego que su
propia obra le proponía, y se acercó al mar. Éste era cálido y agradable, y le
dieron ganas de quedarse allí el resto del tiempo. Pero éste parecía no
existir, pues un rato después se dio cuenta de que ni la muchacha, ni la marea,
ni el sol, habían cambiado. Allí debía de existir el movimiento y la vida, pero
no esa cuarta dimensión llamada tiempo.
¿Vida sin tiempo? Lo pensó
unos instantes, y llegó a la conclusión de que lo que allí había no podía ser
vida. Por tanto, la jovencita que miraba la puesta de sol no estaba viva. Se
movía, pero no vivía. No existía.
El sol permanecía allí,
semiescondido en la línea del horizonte, sin subir ni bajar.
Entonces le entró el pánico.
Ella tampoco podía, entonces, cambiar. Claro, podía moverse por el entorno si
quería, pero el caso es que había algo en ella que se lo impedía. ¿O venía de
fuera?
Perdida.
Atrapada en un mundo que
ella misma había dibujado.
Allí estaba, metida en el
mar hasta la cintura, de espaldas a quien viese la escena, mirando también al
eterno sol poniente.
Y en ese momento, no se sabe
cuál, pues en el cuadro no existía el tiempo, un adinerado joven aficionado al
arte, contemplaba una pintura en una sala de exposiciones. Representaba a una joven bajo una palmera,
viendo una espectacular puesta de sol.
Con gesto interesado y
mirada crítica, se acercó a la obra, al divisar allá al fondo, casi
imperceptible a simple vista, a otra mujer, también de espaldas y a contraluz,
pero metida en el mar.
Había algo en aquel cuadro
que le atraía, a pesar de que era una simple pintura de hacía más de treinta
años y anónima; de alguna manera, le pareció que viéndola estaba conociendo al
artista. ¿O sería LA artista?
Para su mala fortuna, el
cuadro no estaba en venta.
Aquella noche, dicho sujeto
se encontraba en la azotea de su casa tomando el fresco aire de primavera,
cuando de pronto recordó la imagen que
tanto le había fascinado en la exposición.
Después de un rato,
descubrió que no podía dejar de pensar en ello,
y aquello le atormentaba tanto que empezó a ver luces alrededor, hasta
convertirse todo en el cuadro, que le rodeaba.
Cerró los ojos, y abajo en
la calle (o eso creyó él) se oyó una voz misteriosa, no se distinguía si era
masculina o femenina, que decía:
“¡Julia…!”
Nieve Andrea – 7 de septiembre 2003
(Publicado en el número 18 de Una Vez en Pamplona, diciembre
2004)
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