-¿Las
ves, Fabián? Las liebres, digo… ¡enfoca más lejos! Entre la niebla… donde
aparecen los rayos del sol entre los árboles, ahí asoman las orejas largas…
¿Las ves…?-
Pero
el pequeño Fabián no las veía. De hecho, nunca las había visto. Embriagado en
las notas de su todavía inexperto clarinete, tarde tras tarde seguían fluyendo
las melodías, mientras el catalejo de su abuelo quedaba olvidado en un rincón.
Y
hoy, décadas más tarde, todas las liebres que antaño viesen sus antepasados a
través de las antiguas lentes, conservadas cual diamante entre sus vidrios, dormían
cristalizadas en memorias hoy en día inaccesibles, porque su abuelo ya no
estaba allí para contemplarlas.
A
través de las palabras de su abuelo, había crecido pensando que las liebres
debían de ser algo así como extrañas criaturas sutiles, invisibles, o tal vez
incluso simple fruto de fantasías de la vejez. Al fin y al cabo, nadie más que
su abuelo hablaba de ellas…
“Mira
las liebres…”, decía, y a continuación colocaba el viejo catalejo de bronce ante
su ojo. Esto siempre alteraba su concentración mientras practicaba sus
ejercicios de clarinete, causando chirridos desafinados por un momento. Pero Fabián
nunca llegó a ver nada. El catalejo siempre estaba desenfocado, o para cuando lograba
enfocarlo, todo lo que podía apreciarse era algún lugar lejano entre los
arbustos, pero ni rastro de nada que pudiese llamarse liebre.
-¿Las
ves, Fabián…?-
Las
palabras del anciano se habían grabado hondo en los engranajes de su mente. A
menudo, incluso durante un concierto, podía oír aquel familiar “¿las ves,
Fabián?”, en el fondo de su memoria, y por unos instantes perdía el hilo de la
conversación sonora. Sentía entonces las habituales miradas de reprobación del
resto de la banda, molestos por la súbita cacofonía que, sin embargo, rara vez
era evidente para el público. Tal vez era simple sibaritismo profesional…
Pese
a haber pasado su infancia con él, Fabián sabía muy poco sobre el pasado de su
abuelo. A menudo había asumido que en su juventud habría sido cazador, o tal
vez incluso biólogo o estudioso de la fauna local. “Por lo de las liebres, digo…”,
solía explicar cuando hablaba de él. Pero todo lo demás no correspondía. El
abuelo era un completo misterio. Tanto como sus elusivas liebres. Atesoraba su
catalejo, casi tanto como Fabián mismo hacía con su clarinete. Y ambos tenían
la costumbre de llevar consigo sus tesoros en aquellas largas caminatas por el
bosque. Mientras el joven Fabián ensayaba su música, su abuelo se perdía en
fantasías a través del curioso telescopio victoriano. Para la gente del lugar,
ambos parecían venidos de otra galaxia.
Fabián
cumplía su cuarta década, y lejos de haber tenido la ocasión de celebrarlo
perdiéndose en el bosque como en aquellos tiempos, hoy se encontraba en medio
de una larga gira sin descanso. Ni siquiera hoy que era su cumpleaños, había
tenido más de cinco minutos entre conciertos y ensayos, para atender a su mujer
e hijo al teléfono.
En
el otro rincón de la habitación del hotel, descansaba, silencioso, el catalejo
de bronce. El abuelo había decidido dárselo a él antes de cruzar el portal
hacia otras dimensiones, y Fabián siempre lo llevaba consigo en sus viajes.
Pese a que rara vez lo usaba, se había convertido en su talismán, aunque a
menudo se preguntaba si no sería por eso, que cuandoquiera y dondequiera que
estuviese dando un concierto, siempre acababa oyendo en su mente: “Mira las
liebres, ¿las ves?” –con la consecuente reprimenda de directores de orquesta o
compañeros de banda, por sus constantes despistes mientras tocaban.
“No
puede ser, Fabián”, le decían, “En los ensayos siempre sale perfecto, y en
cuanto salimos al escenario, no falla un día que no des una nota fuera de
lugar…”.
Se
sentó al borde de la cama, respirando hondo por primera vez en todo el día, y
cerró los ojos. Sintió un escalofrío, de pronto se dio cuenta de que no se
sentía bien, y decidió tumbarse. La piel le ardía, y por alguna extraña razón,
no podía parar de pensar en el catalejo, como si le estuviese llamando.
Mareado, confundido, acabó por levantarse y tomarlo entre sus manos, sin saber
muy bien qué hacer con él. El mundo le daba vueltas.
Fiebres…
Liebres… Fabián comenzó a pensar si no serían fiebres a lo que se refería su
abuelo, pero no, no podía ser… Para salir de dudas, abrió las cortinas de la
habitación, y enfocó el catalejo hacia el cielo nocturno, esperando encontrar
la más completa oscuridad. Para su gran sorpresa, algo veloz surcó el cielo en
ese momento, rebotó entre varias estrellas, y volvió a desaparecer entre las nubes.
Sobresaltado,
Fabián retiró el catalejo y se frotó los ojos, aturdido por la repentina
fiebre. Después, lleno de curiosidad, volvió a enfocar con el catalejo, ésta
vez a la calle desde la ventana. Abajo, entre las sombras del callejón cercano,
de pronto divisó una sombra larga, asomando entre dos cubos de basura. Volvió a
ver algo similar al enfocar justo debajo de su ventana, donde cuadrúpedas
sombras ágiles corrían calle abajo, perdiéndose entre la multitud.
Todavía
más confundido, Fabián cerró la ventana y volvió a correr las cortinas,
sentándose a continuación al borde de la cama, mirando al infinito, todavía
sosteniendo el catalejo en una mano, sin poder comprender lo que estaba
sucediendo. ¿Sería simplemente el estrés, la fiebre…? ¿Estaba alucinando acaso?
¿O se trataba de algo muy diferente…?
“¿Las
ves, Fabián?”
De
nuevo, la voz de su abuelo le hablaba desde el fondo de su mente. Sólo se le
ocurría una posibilidad, pero resultaba demasiado disparatada. Sin embargo,
¿qué podía perder…? Acostado mirando al techo, agarró el catalejo una vez más,
y echó un vistazo apuntando directamente sobre sí. La pintura del techo, blanca
a primera vista, dibujaba una silueta que sólo podía verse a través del
catalejo, por alguna extraña razón. Era la silueta lagomorfa de un conejo. O…
de una liebre.
“¿Las
ves, Fabián? ¿Las ves ahora…?”
-Sí,
abuelo…- murmuró Fabián para sí-, las veo… pero no entiendo…-.
En
ese momento, un pequeño papelito cayó de entre los segmentos extensibles del
catalejo. En él había un mensaje escrito en diminutas letras, apenas legibles a
primera vista por su reducido tamaño:
“Si
lees esto, es que ya las has visto. Son las liebres, Fabián… Un rasgo único en
nuestra familia. Debido a nuestros genes, a veces nuestra temperatura sube, y vemos
cosas que nadie más puede ver. Las “liebres…” Tu padre nunca las vió, murió
demasiado joven para manifestar este gen. Yo tampoco viví suficiente para
verlas contigo, pero estoy convencido de las verás, e incluso se las mostrarás
a tus descendientes. Mi abuelo construyó este catalejo que amplifica el efecto,
para enseñarme a mí a verlas… ¿comprendes ahora, mi pequeño músico? ¿Las ves?”
Fabián
sintió, por primera vez en muchos años, algo diferente dentro de sí. De pronto,
la fiebre ya no le hacía sentir enfermo, sino vivo. Más que vivo, inspirado.
Miró a su alrededor con el catalejo, contemplando distraído las diferentes
formas huidizas que se escondían en los rincones de la habitación, entre los
pliegues de las cortinas, y hasta entre las líneas de su mano… Sin duda era
algo fascinante. Por primera vez, comprendió la insistencia de su abuelo
durante todos aquellos años.
Dos
semanas después, de regreso en casa, Fabián llevó a su hijo al bosque, pero
esta vez no llevó su clarinete, sino el catalejo de su abuelo. Casi se
sorprendió a sí mismo al verse colocar el instrumento ante los ojos del niño
mientras preguntaba:
-¿Las
ves, Carlos…?-
Nieve Andrea, 25 Abril 2015
Vaya que lindo y que casualidad el nombre del músico. Jeje me diverti mucho. Gracias!
ReplyDeleteJejeje, sí, ¿verdad? Justo os llamáis igual. ;-) Un poco de realismo mágico siempre va bien... me alegro de que te haya gustado. ¡Seguiré poniendo más cosas!
DeleteMe ha encantado el relato, tiene magia.
ReplyDeleteBesos
Es un intento de realismo mágico, qué bien que te haya gustado. ;-)
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