…y esta vez era un inmenso bosque lo que se abría ante
mis ojos. Bajo un sol de brillo inconcebible en su áureo haz, los baobabs de mi
historia se erguían, satisfechos de agua, con sus troncos henchidos; ningún
sonido ajeno a su continuo murmurar llegó a mis oídos.
El camino terminaba allí. No había rastros, ni para la
vista ni para ningún otro sentido –gran parte del viaje lo había hecho
siguiendo señales olfativas, rastros de corrientes cálidas en aire o agua, e
incluso los cantares de los cisnes-. Todo parecía indicar que las mariposas de
la lluvia habían interrumpido su paso por aquella zona; nadie se había
encargado de beber el agua excesiva del monzón del verano, como pude comprobar
al mirar hacia abajo. Mis pies, descalzos desde hacía semanas –por golosería de
uno de los camellos del comerciante que me guió a través del desierto de
Somonaya, cuyas dunas se irisan de manera mágica al subir la luna en el cielo-,
se hundían en el lodo hasta la desnuda rodilla.
Traté de avanzar, pero fue in vano. Pocos metros más
allá, el fondo del barrizal alcanzaba profundidades desmesuradas. ¿Cómo hacer
para llegar hasta la Montaña del Sol, si sólo podía alcanzarse cruzando primero
el Bosque de los Mil Baobabs? Sin duda era aquél, pero me constaba que la zona
era más transitable. Algo había pasado, y las Mariposas de la Lluvia se
retrasaban. Si nadie se bebía toda esa agua, pronto muchas cosas cambiarían en
Tierra Olvidada, y las nubes ya no serían tan dulces, ni podrían recorrerse a
pie las estepas, y mucho menos buscar, como yo había en aquel momento –como
mucha gente optaba por hacer en algún momento de su vida-, los luceros del
mañana.
Nieve
Andrea, fragmento de una carta a Darío el 30 noviembre 2005
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