(Escena de la novela "El Eco de un Concierto" de Nieve Andrea 2004, poemas de María Bernad en "El Tango con Darío")
Tango.
Nunca me había fijado de aquel modo en ese baile, pero en ese momento descubrí que era algo distinto. Y dirigí mi mirada hacia la pareja que claramente destacaba; nunca sabré si su protagonismo era sólo producto de mi imaginación, o si realmente eran los reyes de la sala.
María y Eugenio. Los pies de ambos seguían a la música (¿o era la música la que los seguía a ellos?), coordinación perfecta.
Y esa energía que desprendía ella, impregnando toda la sala con su alegría. Los ojos cerrados de felicidad y una sonrisa radiante. Casi daba la impresión de que flotaba, que estaba en otro paisaje. Al igual que quien la miraba, pues transmitía esa paz que sólo puede conseguirse cuando se es completa y realmente feliz. Disfrutaba al máximo del baile, comunicación, vida al fin.
¡Qué gusto daba verlos! Eugenio la llevaba de aquí para allá con soltura, al marcado ritmo de la pieza, pasos desconocidos para mí, extrañas bellezas entrecruzadas entre las cuales se veía algo más.
El tango, qué baile. Belleza como no hay otra cuando se baila bien, y eso que apenas metían adornos ni pasos inverosímiles, como en los concursos. Así, tranquilamente, como quien no quiere la cosa, unas cuantas parejas bailaban desplazándose poco a poco en torno a las columnas.
Un ligero contratiempo de los pies de él, una sonrisa de ella, y al momento siguiente todo volvió a la normalidad. Nada podía turbar esta magia.
Terminó la pieza, y yo, desde el otro lado de la sala y por medio de señales que apenas me salían -tan hipnotizada me tenía su actuación-, les pedí que bailasen la siguiente.
¡Qué instantes tan perfectos! No había espacio para el tiempo: las horas, los minutos, pasaban sin saberlo.
Ante mis asombrados y deleitados ojos pasaban los bailarines, enfundados todos ellos en negros pantalones o ropas elegantes: empresarios, artistas, dependientes de tienda, ejecutivos, amas de casa, bohemios, madres; en definitiva, de todo había allí. Gente tan distinta unida por una misma pasión.
A los oídos me mi memoria llegaban aquellos poemas sobre el tango que con tanta emoción había escrito María cuando estaba aprendiendo a bailar…
Tango
Prestarle rostro al silencio.
¿Acaso no interpretaban la frase con su danza?
La postura
Enfrentados, te pones a mi altura yo me crezco.
Cincelados mis pies por la ternura,
no invado tu terreno
y equilibrada, esa fuerza nos impulsa.
El norte son mis ojos.
Claramente, ésa era la postura adoptada por la gran mayoría de los danzantes; los que parecían uno con su pareja y con la música eran el vivo reflejo de este poema.
La distancia
Ni muy pegada a ti
(que quepa un hilo),
ni demasiado lejos
(que tenga todo el mundo sitio).
No habría podido serse tan preciso en la descripción del baile: ni mucho, ni poco. El eterno y vital término medio.
El pie
…todos tus pasos dibujados en mí, que soy tu tierra.
Aquellos poemas, publicados en edición limitada por ella misma, habiendo ganado aquel premio de poesía del tango en el 2001, en un libro titulado “El Tango con Darío”, eran justo lo que más encajaba con aquellos instantes. Tan precioso era el baile, y tanto lo era su arte, su poesía. Tan bien lo reflejaba.
También se había hecho CD, leído por una argentina, la que había convocado el concurso de poesía. Me había gustado tanto, que lo escuché hasta la saciedad.
María, de vez en cuando, abría los ojos y miraba a Eugenio.
La mirada
Nos miramos
y siento una emoción desconocida
porque no sé, todavía, quién eres.
¿Te imaginas qué puede ocurrir
cuando me reconozcas?
Mi poema preferido en aquel bello libro.
Terminó la pieza y, esta vez sí, María y Eugenio volvieron a sentarse junto a mí, ella con toda su emoción reflejada en las sonrosadas mejillas que contrastaban con el azul de sus ojos.
A punto estuve de pedirles otro bis, pero recordé que todavía quedaba rato para verles bailar. Tampoco era cuestión… Pero fíjate lo que el tango les hacía a estos dos.
Eugenio se sonreía al ver María; venía emocionada, los ojos le brillaban más de lo normal y un color rosado asomaba a su rostro.
"El Eco de un Concierto", Nieve Andrea 2004